Transcripción del video
La acusación constitucional contra Sebastián Piñera es una muestra del colmo de la hipocresía. No está siendo acusado por hombres virtuosos e intachables, sino por tipos iguales o peores que él. Todo esto recuerda la hipocresía de los fariseos en el Nuevo Testamento, en un buenismo que espero que la mayoría de la población no compre.
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Al momento de hacer este video, sólo hay rumores sobre los resultados de esta acusación, pero para nuestra reflexión, no necesitamos saber estos resultados. La gran mayoría, si es que no casi todos quienes hoy están en política, han tenido manejos poco claros en diversas áreas y un partido incluso estuvo ligado al narcotráfico, uno, hasta donde sabemos.
La moral de la que hablamos hoy no castiga a Piñera por ser deshonesto, sino por ser rico: la deshonestidad del todavía presidente no consiste, esta vez al menos, en haber robado nada, sino en haber evadido impuestos llevando su propio dinero a un paraíso fiscal de manera borrosa y haber hecho tratos usando su posición de poder.
De más estaría aquí repasar los pecados de los demás políticos de todos los sectores. Los problemas del financiamiento ilegal de la política son conocidos y otros que no se conocen del todo son sospechados con mucha fuerza. La Fiscalía Nacional, encabezada por el señor Abbot, parece existir sólo para proteger a la casta gobernante de mayores escrutinios de la justicia.
La escala de valores que está detrás de esta acusación no es una que defienda la verdad ni que se preocupe de la honestidad de las personas en el poder. El dinero de este presidente en particular no viene de la política, por mucho que se haya valido de información privilegiada o lo haya sacado del país. Si así fuera, puedo estar seguro de que el resto de la casta política guardaría silencio, en un secreto pacto de no agresión que tiene como custodios al Servicio de Impuestos Internos y a la Fiscalía nacional.
Piñera es un hombre que viene de los negocios privados y que ha torcido y roto las reglas como todos los millonarios y billonarios del mundo, pero no tengo aquí el menor interés en defenderlo ni justificarlo. Hace mucho que dejó de ser santo de mi devoción.
No me parecería mal tampoco una defensa de la probidad como medida para todos aquellos que detentan algún grado de poder, desde el más humilde inspector municipal hasta el mismísimo presidente de la república, pero debemos admitir que no es eso lo que estamos viendo.
En primer lugar, está el doble estándar o más bien “doblepensar” Orwelliano en los casos como el de las donaciones a sí mismo de Giorgio Jackson o el descarado “Pelao” Vade, quien fingió tener cáncer y luego VIH. La izquierda ha hablado de errores y se han acogido a la redención del perdón revolucionario. Todo es válido, “todas las formas de lucha”, como suele leerse en las calles, valen en función del objetivo revolucionario, que no es otro que la demolición del país y de sus instituciones. Muchos no tienen claro lo que esto significa; convencidos de que traerá más igualdad y justicia, siendo que lo único que se puede esperar es pobreza para casi todos, a excepción de aquellos en el poder, y un control tiránico sobre nuestras vidas y palabras, cosa que han logrado ya en parte con los discursos políticamente correctos y la falsa pandemia, que no es más que una forma de gripe creada en un laboratorio chino con la participación de expertos norteamericanos para ayudar a implementar la agenda 2030 del Foro de Davos y la ONU. He advertido sobre esto y los intentos de sancionar legalmente el “negacionismo” como un paso más hacia un Estado fascista como el chino.
En segundo lugar, como si no fuera ya intrínsecamente perverso el objetivo político, hay un objetivo moral que condena la riqueza y en general todo aquello que permita a unos destacarse sobre otros. Pese a sus múltiples defectos como ser humano, que son muchos y graves, Piñera ha demostrado ser lo suficientemente ingenioso para hacerse rico. Es esto lo que los sectores de izquierda no pueden perdonar. Es para ellos una tremenda señal de desigualdad que alguien sea más inteligente, más bello o más hábil y al parecer sólo perdonan a los futbolistas su talento, ya que ellos son funcionales para la distracción de las masas. Las triquiñuelas ilegales o al borde de lo legal de Piñera fueron más eficientes que aquellas de los políticos de izquierda y en su mayoría ocurrieron antes de que llegara al poder, por tanto, cometió el pecado de enriquecerse como ciudadano privado. Es difícil entender esto desde fuera de la izquierda.
Antiguamente, se usaba el concepto de “desclasado” para referirse a alguien que había nacido en una cuna humilde y le había ido sencillamente bien, en especial si aquello se debía a su propio esfuerzo. Lo cual, por supuesto no era así para la izquierda, sino que significaba que el desclasado en cuestión se había “vendido al sistema”.
El desclasado normalmente había sido un buen estudiante en el colegio, había logrado ingresar a la universidad –la que, en aquellos días, todavía era sinónimo de ascenso económico y social y no un mero nido de progresistas dispuestos a adoctrinar a los jóvenes– o bien había logrado prosperar producto de su intelecto y una enorme capacidad de trabajo haciendo negocios.
Necesariamente este desclasado se cambiaba de casa y de barrio, se compraba un auto de lujo o, en esos años, simplemente un auto, que ya era un lujo en un país que era muchísimo más pobre. Entonces ocurría que ya no pertenecía a la “clase trabajadora”, como si no hubiera precisamente trabajado para obtener su nuevo nivel de vida. Probablemente volviera al viejo barrio a ver a sus padres y amigos, pero estos amigos ya no eran tan amigos, lo miraban con desconfianza porque había tenido la desfachatez de prosperar por su cuenta. Si estas personas además eran efectivamente de izquierda, se transformaba en un vendido al sistema, porque había decidido jugar con sus reglas en vez de prepararse para una revolución, normalmente hablando pestes contra los ricos y nada más, a no ser que se tratara de convencidos militantes comunistas o similares, que se transformaban en terroristas y delincuentes amparados por la moral de la lucha social.
El maligno “sistema neoliberal” permitió el aumento de desclasados, con lo cual el concepto tradicional de lucha de clases quedaba obsoleto producto de la posibilidad de movilidad social. Por supuesto que siempre había rezagados, pero la masa de estos rezagados ya no era suficiente como para generar las masas que llevaran a cabo la “huelga general”, es decir el paro total de todos los trabajadores de la nación en protesta contra las “injusticias del sistema”.
Los primeros en darse cuenta de esto fueron los pensadores de la escuela de Fráncfort, en especial Herbert Marcuse. Él decía en El hombre unidimensional:
“…la sociedad industrial avanzada confronta la crítica con una situación que parece privarla de sus mismas bases. El progreso técnico, extendido hasta ser todo un sistema de dominación y coordinación, crea formas de vida (y de poder) que parecen reconciliar las fuerzas que se oponen al sistema y derrotar o refutar toda protesta en nombre de las perspectivas históricas de liberación del esfuerzo y la dominación.”
Crear “formas de vida (y de poder) que parecen reconciliar las fuerzas que se oponen al sistema” quiere decir que la forma de vida de la sociedad industrial norteamericana de posguerra, que es a la que se refiere, integra a la clase trabajadora a la riqueza y el progreso, por lo que esta clase trabajadora no necesita más ser revolucionaria.
Marcuse no se preocupa entonces por la calidad de vida de una clase trabajadora, sino por la viabilidad de una revolución que no tiene por objeto mejorar ninguna calidad de vida, sino establecer un poder totalitario dominante.
La movilidad social, es decir, los desclasados, destruyen la posibilidad de lucha de clases, ya que las personas no permanecen necesariamente en su clase de origen.
Salvo por los dinosaurios del Partido Comunista, que se mantienen fieles al credo original marxista leninista o sus “rivales” antediluvianos trotskistas, la gran mayoría de las izquierdas han entendido que no pueden ya articularse en los términos de la vieja lucha de clases, sin embargo, esto no significa que su resentimiento de clase haya disminuido. Me ha tocado contemplar lo que podría llamarse el resentimiento de clase retroactivo, es decir, personas que nacieron más pobres de lo que son y que, en vez de estar agradecidas por su presente, mantienen su resentimiento por las injusticias pasadas. En vez de entender que el “sistema neoliberal” entre comillas es una de las causas de su ascenso social, lo culpan por las injusticias del pasado, cuando recién comenzaba a implementarse y no podían observarse sus beneficios.
Es este resentimiento el que acusa constitucionalmente a Piñera. Como un demonio, y aquí uso el término metafóricamente, creo, el resentimiento de clase se reencarna en los resentimientos de raza, género, identidad sexual, veganismo, ciclismo, etcétera, pero es el mismo viejo demonio que no se retira de occidente porque está constantemente siendo alimentado con mentes nuevas por sus viejos adoradores, ahora postmarxistas o posmodernos.
Si yo acusara a Piñera de algo, sería de traición a la patria y de cobardía, pero no son los patriotas los que le acusan, sino los mismos resentidos de siempre. Como sepulcros blanqueados, adoptan el ademán de la indignación moral y farisaicamente acusan de pecador al otro, mirando la paja en el ojo ajeno, mientras callan ante todas esas muertes de la Araucanía, ante todo el desempleo y la ruina de pequeños empresarios causada por los saqueos, precisamente en perjuicio de su tan defendida clase trabajadora.
Detrás del disfraz de la alta abstracción de la escuela de Fráncfort y de la impresión de erudición de la filosofía de la posmodernidad no hay más que el irracional resentimiento de los mediocres y de los inferiores, quienes, a pesar de haber llegado a posiciones de poder, parecen no dejar de percibir, quizá de manera inconsciente, pero no por eso menos poderosa, que no son nada.
Hacerse rico depende de muchos factores, entre ellos la suerte. A veces, el exceso de inteligencia, sensibilidad o escrúpulos morales impiden que sean precisamente los mejores en una sociedad quienes alcancen los mayores niveles de riqueza. El rico, sin embargo, como mínimo debe ser un mediocre y el mediocre es ya extremadamente odioso para el que es definitivamente inferior.
Otro factor importante para hacerse rico es la libertad, siempre y cuando no se trate de ladrones de burocracias socialistas, y nada es más aborrecible para estos defensores de una falsa noción de justicia que la libertad, porque en libertad las diferencias aparecen y el que es hábil para los negocios se enriquece, el que es brillante brilla, dejando en evidencia a los tontos y los ineptos.
La libertad de expresión por tanto para ellos debe ser destruida, como decía el mismo Marcuse, de nuevo en el Hombre unidimensional: “Del mismo modo, la libertad intelectual significaría la restauración del pensamiento individual absorbido ahora por la comunicación y adoctrinamiento de masas, la abolición de la «opinión pública» junto con sus creadores.” Esto quiere decir que cualquier argumento bien razonado y bien difundido, como el de los “creadores de opinión pública”, pasa a llevar el pensamiento limitado del hombre promedio, lo que hace que no pueda ser adoctrinado por el nuevo discurso dominante, que es ahora el discurso de izquierda. Cuando escribe Marcuse, el discurso dominante en los Estados Unidos era el discurso patriótico y del esfuerzo personal, algo que no permitía la existencia de discursos colectivistas como el marxista o los discursos posmarxista y posmoderno que aparecerían después.
No está de más recordar aquí que Marcuse y otros pensadores de la Escuela de Fráncfort llegaron a Estados Unidos escapando del régimen del pintor austríaco fracasado y, al encontrarse con una sociedad próspera y básicamente feliz, decidieron que era un problema. Por supuesto, cualquier realidad palidecerá al ser comparada con la utopía, pero la utopía nunca ha sido posible. Así pagaron a la sociedad que les ofreció refugio.
La acusación contra Piñera no es más que otro ataque del resentimiento y un intento de desestabilizar más al país. El chancho embarrado nunca quiere ser solo, decimos en el sur de Chile. La perspectiva de un país lleno de pobres compartiendo ollas comunes es, para estas personas, una visión idílica de fraternidad y amor en la que nadie tiene el despropósito de destacarse por sobre la media en nada, en donde ninguna mujer es más bella que la del lado, ningún poeta mejor que el delirante que canta sus diatribas ni ningún pintor mejor que el “muralista” entre comillas que ensucia la ciudad y que llama a su depravación “arte”.
No quiero que se piense que quiero defender a Piñera, nada más lejos de ello. Quiero mostrar los fundamentos doctrinarios y emocionales que están detrás de esta acusación, que no se trata de verdadera indignación moral por la deshonestidad del presidente, puesto que quienes lo acusan son más deshonestos, más inmorales y más despiadados que Piñera, quien no es más que un cobarde o eso es lo que demuestra hasta ahora. Piñera puede ser una carga, un estorbo y tal vez un traidor, pero no es el verdadero enemigo. La derecha tradicional hace mucho que adoptó el discurso del enemigo auténtico y se llamó derecha social, fue feminista, se preocupó de los temas de género, etcétera. Con ello perdió la conciencia de sí misma y de la necesidad de defender la libertad, a la que creyó asegurada por el nivel de desarrollo que había alcanzado Chile, lo que fue un error fatal.